lunes, 8 de abril de 2013

Charly García pide ayuda a los gritos. Reportaje 15 años de Rolling Stone.

En el momento más desesperado de García, antes de la internación, Rolling Stone entró una noche en el departamento de Coronel Díaz y se encontró con una bomba nuclear apostada en la cama; Mariana Enriquez cuenta cómo fue la entrevista histórica, publicada en 2008

El dolor de cabeza mas tenebroso de toda mi vida, una migraña enviada desde el infierno: ésa fue la consecuencia física inmediata de la primera parte de la entrevista con Charly García, que hice en 2007. Personalmente, detesto el parloteo sobre energías, cristales y auras, pero había algo denso en esa casa esa noche, algo que estresaba y tensaba. Fue difícil convencerlo de que recibiera a Rolling Stone. Charly no me conocía, yo jamás lo había entrevistado y supongo que eso formó parte de las dificultades de la negociación. 

Pero finalmente accedió, con la condición de ser tapa. "Y pongan que soy el mejor de todos", dijo. Creo que en gran parte de las charlas intervenía su prima. No había casi nadie a su alrededor; ni manager ni hombre de confianza. Nomás la prima y su novia, Mecha. Se sentía el abandono, o el cansancio, de todos los demás.

Llegué de noche, tarde, al departamento icónico de Coronel Díaz. Aquí tengo que apuntar que no soy fan de Charly García. Que dudé en aceptar la tarea de entrevistarlo porque, creía, no era la persona indicada. Lo pensé una semana y me di cuenta de que conocía su obra de una manera casi sobrenatural, como si me hubiese sido transmitida desde una radio inconsciente; comprendí cuánta importancia, cuánta influencia tiene García en la vida de cualquiera que haya crecido en Argentina, cualquiera fuese la relación con su música. 

Mi relación con su música era y es distante: un ídolo de los demás. Los editores lo sabían y por eso me pidieron la nota. No querían, me dijeron, la mirada de un fan.

Yo creo, eso sí, que es un gran artista. Y hay muy pocos grandes artistas. El departamento, entonces, esa noche. Está en la nota: resultó difícil entrar. La prima de García se había llevado las llaves y el otro juego estaba perdido en el desorden del cuarto. Desde ambos lados de la suntuosa puerta del edificio pensamos con Mecha en soluciones, principalmente en llamar a la prima al celular. 

El teléfono fijo de García estaba cortado por falta de pago; Mecha no tenía crédito en el suyo; iba a salir a comprar una tarjeta cuando, después de una segunda requisa, las llaves aparecieron. Entramos en el departamento por la puerta de servicio de la cocina: imposible usar la principal, algún problema la inutilizaba. La cocina parecía abandonada, recordaba la cocina de los departamentos que uno visita con el agente inmobiliario cuando quiere alquilar, salvo que algunos muebles tenían los trazos García de aerosol y en la heladera había botellas, de agua, de alcohol. Comida, si había, debía de estar en el freezer o en los aparadores, que no abrí. 

Charly García estaba sobre su cama, muy enojado, tomando whisky, tan delgado que tenía algo de insecto saltarín, de animal angular. La primera hora de la entrevista consistió en escuchar Kill Gil bajo la mirada amenazante de Charly: cada canción era un arma diferente y él sostenía la mirada con intención hipnótica. Si yo cedía, si bajaba la mirada, sonreía burlonamente: me había ganado. Era una batalla tonta. Yo la peleaba y no bajaba la mirada y me sentía absurda y avergonzada. Quería hablar con él y no podía; sentía que no sabía hacer mi trabajo, que estaba desperdiciando todo, que me faltaba carácter, calle, mundo.

Después -o entre canciones- García enarboló un diapasón. Lo hizo vibrar frente a mi cara y me preguntó: "¿Qué nota es ésta?".

Estaba tomando examen y yo me inquieté y me asusté y le dije que no sabía. Se puso furioso. Quise enmendarlo y, levantando la voz, dije: "¡La, la!" (como una estúpida, pidiendo disculpas) y él, rabioso, me echó. "¡Por qué no me mandan un periodista que entienda de música!" Me di cuenta de que ése era el momento -no sé explicarlo mejor, pero algo se definió-. 

No me fui, ni me moví, permanecí sentada en una incómoda banqueta de baterista, con el grabador apagado entre las manos -no me dejaba grabar: no había qué grabar- y, de a poco, García empezó a conversar conmigo. Se aflojó cuando supo que yo hablaba inglés (igual, no me habló en inglés: fue una contraseña). 

También se alegró cuando le probé que sabía quién era Pete Townshend (estaba malhumorado porque "ahora nomás saben de Shakira, Juanes y esos colombianos sin apellido") y también quién era Andrew Loog Oldham. Garabateaba sobre un extraño libro de fotos de presidentes argentinos -¿de dónde lo habría sacado? No me contestó cuando le pregunté- y terminó regalándome sus intervenciones sobre las imágenes, trazadas con fibra azul: Menem diciendo "Say No More" en un globo de historieta, algo sobre la cabeza de De la Rúa que no recuerdo (le regalé esa pieza a un amigo que admira profundamente a García). Así siguió hasta la madrugada, alternando enojos explosivos con momentos de charla, a veces aguda y lúcida, a veces disparatada, pero casi siempre en la misma dirección: más allá de lo que García efectivamente decía, su desesperación -había desesperación en el departamento esa noche- era el derrumbe de la legitimidad tal como él la había conocido. Pedía ayuda, que le arreglaran "esto", porque él ya no estaba capacitado para hacerlo.

Estaba enojado con los formatos digitales, con las bandas nuevas, con el periodismo de rock, con esta época que, sentía, lo despreciaba, a él y a lo que artistas como él significaban. En ese momento, Kill Gil se había filtrado en la red y la discográfica no quería editarlo. 

Se sumaban problemas contractuales y legales, pero García estaba fijado en la maldita filtración, que juzgaba una traición inexplicable. También habló mucho de dinero esa noche, de la falta de dinero, del dinero que le habían robado, del que merecía, del que quería que los argentinos le donaran ("argentinos mediocres, mediocres"). Es un lugar común en la Composición Tema Visita a Departamento de Charly García contar que, por toda la casa, se desperdigan billetes de cien dólares o cien pesos -depende la era del relato-, pero la verdad es que es un lugar común llamativamente cierto. En mi visita había pesos, 100, arrollados por todas partes, varios sobre la cama, otros en el piso, algunos en el baño.

Charly nunca fue al baño en las cinco horas de intensa y estrafalaria entrevista. Jamás se movió de la cama, no puso un pie fuera del colchón, como si el resto del cuarto fuera territorio minado.
Con algo de cansancio, volvió a pedir que me fuera cerca de las cuatro de la madrugada; a mí me dolía tanto la cabeza que ya lo escuchaba en modo automático, anotando algunas palabras sueltas, desconectada. Tuvimos cierta conexión durante algunas horas pero era imposible permanecer enchufada a la corriente García por demasiado tiempo: su dolor airado lo obligaba a atacar.
Volví al día siguiente, después de las 5 de la tarde: las primeras horas diurnas de García, las más "fáciles" según todo el mundo. 

Nos recibió -esta vez llegué en compañía del entonces director de Rolling Stone Ernesto Martelli, a quien Charly sí conocía- otra vez sobre la cama y tomando vodka con Fanta en vez de whisky con Coca. No habló más ni menos, pero fue distinto: parecía más preocupado que rabioso, más desencantado, todavía con un brillo pícaro en los ojos, su enorme inteligencia brillando en el cuerpo descarnado.

Fue su última entrevista antes de la neumonía en Mendoza, la estadía-internación en la quinta de Palito Ortega, su rehabilitación, la reaparición con veinte kilos más, con dientes nuevos, con la lentitud de la medicación psiquiátrica. El último registro público antes de su nueva vida. Es un honor extraño haber estado ahí.

Por Mariana Enriquez - Foto de Nora Lezano

Fuente: Rolling Stone Argentina.


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