Solo la tercera esposa de un escritor puede superar en mala fama a la
segunda esposa de un escritor. Dado que las leyes de la biología
propician a menudo que sobrevivan a sus maridos —ellos son mayores y
ellas, jóvenes—, la enciclopedia universal de tópicos suele incluir a
estas mujeres como profesionales del parasitismo.
No es justo que lo particular imponga su ley sobre lo general. Sin duda, el dilatado procedimiento judicial seguido por la herencia de Camilo José Cela deja en mal lugar a su viuda, Marina Castaño, con la que se casó en 1991. Dos órganos judiciales han considerado que ambos realizaron operaciones jurídicas y mercantiles con dos objetivos: eludir el pago de la pensión de 4.808 euros mensuales a Rosario Conde, con la que el Nobel estuvo casado 46 años, y apartar a su hijo, Camilo José Cela Conde, de sus bienes. El haber llegado a los tribunales —aún está pendiente que el Supremo se pronuncie— arroja transparencia sobre las maniobras de la pareja, pero la historia de la literatura está repleta de tramas turbias al calor de las últimas voluntades de los escritores.
Aitana Alberti se ha quejado reiteradamente de la gestión mercantilista de la obra de su padre, Rafael, en manos de su viuda y segunda esposa, María Asunción Mateo. El uso del legado de Borges por su viuda María Kodama ha recibido puyas a la altura de la universal devoción que suscita el autor. Hasta aquí perfiles para saciar el estereotipo.
Hablemos ahora de otra viuda: Eva Gabrielsson. Vivió 32 años con Stieg Larsson, fallecido de un infarto meses antes de descubrir que había escrito una trilogía que se convertiría en un fenómeno mundial. No se había casado por precaución: Larsson era un experto en grupos de extrema derecha y temía por su pareja. A pesar de los millonarios beneficios de la saga, Gabrielsson no ha recibido ni una corona. Han sido el padre y el hermano de Stieg, con quienes el escritor tenía una relación distante, los agraciados.
Más ejemplos contra el tópico: Leonardo da Vinci. Paralizado por un ictus, el genio italiano vio cómo el gran amor de su vida, Marco d’Oggiono (que pasó a la historia como Salai), le abandonaba y se largaba con sus pinturas, entre ellas el lienzo pequeño de una dama enigmática que le ofreció al rey de Francia.
No es justo que lo particular imponga su ley sobre lo general. Sin duda, el dilatado procedimiento judicial seguido por la herencia de Camilo José Cela deja en mal lugar a su viuda, Marina Castaño, con la que se casó en 1991. Dos órganos judiciales han considerado que ambos realizaron operaciones jurídicas y mercantiles con dos objetivos: eludir el pago de la pensión de 4.808 euros mensuales a Rosario Conde, con la que el Nobel estuvo casado 46 años, y apartar a su hijo, Camilo José Cela Conde, de sus bienes. El haber llegado a los tribunales —aún está pendiente que el Supremo se pronuncie— arroja transparencia sobre las maniobras de la pareja, pero la historia de la literatura está repleta de tramas turbias al calor de las últimas voluntades de los escritores.
Aitana Alberti se ha quejado reiteradamente de la gestión mercantilista de la obra de su padre, Rafael, en manos de su viuda y segunda esposa, María Asunción Mateo. El uso del legado de Borges por su viuda María Kodama ha recibido puyas a la altura de la universal devoción que suscita el autor. Hasta aquí perfiles para saciar el estereotipo.
Hablemos ahora de otra viuda: Eva Gabrielsson. Vivió 32 años con Stieg Larsson, fallecido de un infarto meses antes de descubrir que había escrito una trilogía que se convertiría en un fenómeno mundial. No se había casado por precaución: Larsson era un experto en grupos de extrema derecha y temía por su pareja. A pesar de los millonarios beneficios de la saga, Gabrielsson no ha recibido ni una corona. Han sido el padre y el hermano de Stieg, con quienes el escritor tenía una relación distante, los agraciados.
Más ejemplos contra el tópico: Leonardo da Vinci. Paralizado por un ictus, el genio italiano vio cómo el gran amor de su vida, Marco d’Oggiono (que pasó a la historia como Salai), le abandonaba y se largaba con sus pinturas, entre ellas el lienzo pequeño de una dama enigmática que le ofreció al rey de Francia.
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